Colosenses 3:9-10 No mintáis los unos a los otros, puesto que habéis desechado al viejo hombre con sus malos hábitos, 10 y os habéis vestido del nuevo hombre, el cual se va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de aquel que lo creó.
¿Cuántas veces hemos vivido la difícil situación en que nos encontramos a alguien que aún es un incrédulo y que fue nuestro amigo cuando no conocíamos del Señor, y que nos llama por nuestro antiguo apodo, y nos trata y nos habla como antes acostumbraba hacerlo? Inmediatamente se da cuenta cuanto ha sido transformado y que usted ya no es igual, ni mucho menos el mismo de antes.
Hay un relato que leí hace unos días y que cuenta acerca de Agustín de Hipona, quien había vivido una vida inmoral antes de su conversión. Tiempo después, una de sus ex novias lo vio pasar y lo llamó: “Agustín, Agustín, soy yo!” “Sí” respondió Agustín gravemente, “pero no soy yo”. Pienso firmemente que esta debe de ser la confesión y el pensamiento de todo cristiano.
Al convertirnos a Cristo, cada uno de nosotros tomamos una nueva identidad. Saulo de Tarso se convierte en Pablo, Simón ahora es Pedro. Unos de los primeros grandes desafíos que un nuevo creyente enfrenta al volver a su familia y amistades, es que todos insisten en llamarlo y tratarlo como era en el viejo hombre, con sus costumbres y pecados, insisten en decirle: “Hola Pedro!”.
El nuevo creyente debe de mantenerse en una constante relación con la palabra de Dios, la oración, el discipulado, nuevos amigos en Cristo, y firme en el milagro transformador que ha ocurrido en su vida y explicar sin vergüenza ni mucho menos intimidado: “Ya no amo las cosas que alguna vez amé, ya no hago las cosas que antes hacía. Ya no soy Simón, ya no soy Saulo; ¡Soy Pedro, soy Pablo, me he convertido en un nuevo hombre! Soy (diga su nombre) un hijo de Dios, perdonado y justificado gracias a Jesucristo mi Señor y Salvador.
Pastor Asociado a cargo del Departamento de Comunicaciones