Pedro Mártir de Anglería, español, miembro del consejo de Indias, escribió sus impresiones en 1516 en relación a cómo los españoles en la colonización de América cambiaron con los nativos: espejos, telas, cristales de colores y otros objetos por el oro que los nativos poseían. Él expresó: “Cada uno obtuvo lo que consideró más valioso”.
Hoy en día pasa de igual forma. Me refiero a que la cultura de este mundo nos muestra “espejos” que nos deslumbran y engañan, haciéndonos pensar que tienen un alto valor, llevándonos a generar un intercambio por lo que tiene un valor mayor que el oro, me refiero a la palabra de Dios.
La palabra de Dios es: “Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; Y dulces más que miel, y que la que destila del panal. (Salmo 19: 10)
No cambiemos la palabra de Dios que es: perfecta, segura, correcta, pura, limpia, verdadera y justa (Sal. 19:1-6) por “espejos” que brillan pero que no tienen valor, como: la filosofía, pensamientos y sabiduría humana, la autosuficiencia, la vanagloria de esta vida y las mieles de la autocomplacencia. Su brillo nos seduce para que las intercambiemos por la obediencia a la palabra, el hacer la voluntad de Dios, alejarnos de nuestro propósito y mayor tesoro que es vivir para la gloria de Dios en sometimiento a Cristo.
La palabra de Dios y su verdad contenida en ella nos lleva a Jesucristo, quien es superior a todo lo existente, Él es el resplandor e imagen de Dios, nuestro Señor y Salvador. Glorifiquemos a Dios adorándole por medio de la obediencia a su palabra, que sea ella la que nos muestre la realidad de las cosas y nos conduzca al tesoro más grande que podemos tener: disfrutar del conocimiento (relación) de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
“En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo;3 el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Heb.1: 2-3)